jueves, 1 de mayo de 2008

Mentiras...

Pasados dieciséis años de matrimonio, Karina Sajor no sabía más que mentiras acerca de su marido. Creía que él trabajaba en una agencia de turismo cuando en realidad era encargado de una librería. Pensaba que era huérfano desde los 2 años cuando fue adoptado por un tío lejano con el que vivió hasta ser mayor de edad, ignorando que en realidad sus padres vivían a puro lujo en Europa hace años y que quien ella creía tío de Damian era en realidad el antiguo mayordomo de la familia. Si a alguien se le hubiese ocurrido preguntarle, ella habría afirmado con una sonrisa que el color favorito de su marido era el azul siendo la verdad que su marido adoraba el naranja. De él diría River Plate, milanesas con papas fritas, camisas rayadas, música clásica, cristiano apostólico y romano, “Cien años de soledad” de García Marquez, las montañas y las morochas como ella; cuando la verdad era Nueva Chicago, pollo al spiedo, remeras lisas, tango, evangelista, nunca un libro, el living de su casa y las pelirrojas como la hermana de Karina.
Llegó el día en que finalmente Damian decidió variar la costumbre, cansado en parte de urdir un engaño tras otro, pero más que nada curioso por saber cómo se sentiría decirle la verdad - una verdad, al menos - a su mujer. Así fue que ante la pregunta "¿De dónde venís?" esta vez no se proyectó su mente hacia bares que nunca había visitado, casas de amigos que ni siquiera existían ni teatros cuyos nombres solamente conocía gracias a la cartelera del diario. Cuando Damian Sajor levantó la mirada y observó a los ojos a su mujer con firmeza, como nunca antes lo había hecho, creyó percibir en ella un pequeño gesto que ubicó sin prestarle demasiada atención entre el temor y la sorpresa. Respiró profundo antes de hablar:
- Vengo de la plaza, querida.
El rostro de Karina se transformó con una plasticidad asombrosa, expresando claramente que tanto el temor como la sorpresa habían aumentado en una increíble proporción. Un hilo de voz, más bien una hebra de voz, escapó de su boca como si se tratara de un último suspiro:- Eso es imposible. - Damian escuchó en silencio, perplejo. - ¿Qué me estás diciendo?Él abrió las manos, confundido, esperando tal vez que cayera del cielo un papel que le explicara lo que ocurría con la cara de su mujer que seguía temblando y estirándose de un lado al otro arrugando los párpados, mostrando los dientes, doblando una oreja, frunciendo el ceño. Si la voz de ella había sido una hebra, la de Damian fue una fibra óptica.
- Pero... es cierto...
Y ella comenzó a gritar:- Yo confiaba en vos, imbécil. ¿Qué te agarró ahora? Acabás de echar todo a perder, todos estos años... me arruinaste, Damian, yo pensé que sabía quién eras. - Levantó la mano como si fuera a golpearlo, pero en cambio se dio vuelta y de frente a la pared continuó. - Pero ahora venís y me decís esto. Yo te vi hace un rato, Damian, yo te vi, te vi en la plaza, te vi sentado ahí como un tarado viendo a los chicos que jugaban en el arenero. ¿Quién te creés que sos para hacerme esto?
Con Karina dándole la espalda, Damian tomó su saco del perchero y se dirigió hacia la puerta sin decir una palabra. Se despidió frotando los zapatos sobre el felpudo junto a la entrada, que ahora y para siempre se convertía en la salida, y se alejó por la calle pensando que visitaría a su tío para pedirle algún libro de García Marquez de su gran biblioteca y luego se iría a lo de algún amigo de toda la vida a leer juntos mientras escuchaban la genial quinta sinfonía de Beethoven.

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