viernes, 30 de mayo de 2008

El sastre

Lo identifico. Busco, escondido en las sombras de los otros, hasta que encuentro uno. Lo miro fijo. Le saco uno a uno los tics, las muecas, los movimientos de las manos. Hay una especie de enamoramiento pero sin amor. Es otra cosa.
Vuelvo, me concentro y empiezo a crearlo. Lentamente, paso a paso. En los detalles está la diferencia, se ve el trabajo artesanal que nadie ve y por eso funciona.
Admiro mi obra durante unos segundos y casi lagrimeo (siempre me pasa lo mismo). Tomo un cuchillo grande, afilado y ataco. Le abro un agujero en la espalda. A él no le duele; a mi un poco.
Primero una pierna, después la otra. Luego acomodo los brazos en los brazos, la cara en la cara y estamos...
Nunca olvido llevar hilo para coser desde adentro. Cierro y a la calle.
No se cómo aprendí la profesión. Me la habrá enseñado alguien sin darme cuenta. No se, nunca lo hablé con mi psicóloga.
Y así, la vida es linda: paseo de acá para allá, camino las mejores calles de la ciudad, tomo cafés en bares con miles de grandes amigos que me quieren como soy; si leíste bien, como soy.
Todos me escuchan. Todos elogian mis saberes. Repito exactamente las risas aprendidas de memoria, las manías y las mañas, hablo de lo que él habla. No es cuestión de crear sólo un buen vestuario, hay que meterse en él, y no solo exteriormente. Llegó a pensar como él.
Pero tarde o temprano, siempre, de un momento a otro, el traje me empieza a quedar grande. Así es mi vida.
Primero, generalmente son los brazos. Es como si se empezara a estirar la tela.
Después el pecho, las piernas. Nunca me puse a pensar si no soy yo el que se achica. Seguro que no.
Es como si me desinflara. A los ojos de los otros sólo tiro las tazas, los vasos, las mesas, empiezo a decir cosas que no son, a cometer errores infantiles.
La gente se empieza a reír y yo más me tropiezo, más tiro todo.
Y es como si me fuera enredando dentro del traje y hasta me caigo dentro de él. Y la gente me empieza a escuchar distorsionado, por que no llego a la boca para que las palabras salgan desde ahí; entonces los de afuera escuchan una voz lejana, que retumba y sale por donde puede. Y obviamente se siguen riendo.
Casi nunca hay nadie afuera del traje que me saque de esas situaciones incómodas.
Esos que eran amigos ya están sentados de vuelta en la mesa del bar, tomando su café de las seis de la tarde, hablando de las mujeres que enamoran y que usan.
Ahí es cuando yo me doy cuenta de que fui vencido una vez más...
Y vuelvo a casa, me saco el traje de ese hombre que ya no soy y me siento en el sillón. Miro el suelo y espero volver a tener fuerzas para salir a la búsqueda de otro hombre. Y quizás, algún día lo encuentre…

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